Por Jorge Beinstein
Hace cerca de una década, en el momento más eufórico de la era Bush el entonces Secretario de Defensa, Donald Runsfeld, había proclamado lo que aparentaba ser una fanfarronada imperial: los Estados Unidos podían combatir en dos frentes al mismo tiempo. Se refería a las guerras de Irak y de Afganistán.
Guerra de Cuarta Generación
Desde el punto de vista militar convencional, la ocupación duradera de ambos países requería un volumen de tropas y material que excedía o se encontraba en el límite de las posibilidades de las Fuerzas Armadas norteamericanas. Incluso sumando contribuciones significativas de sus principales vasallos de la OTAN, como Inglaterra o Francia, y de algunos estados asociados como Israel o Colombia, resultaba muy difícil sostener una guerra prolongada de esas características. Así lo sustentaban los expertos no embarcados en la propaganda de los halcones.
Pero ocurre que el discurso de Runsfeld no se refería a las guerras tradicionales como la de Vietnam donde el Imperio fue derrotado, sino a un nuevo tipo de agresión cuyo objetivo no es el control integral del territorio y de su población para instaurar un nuevo orden colonial sino todo lo contrario: caos, desestructuración social e institucional, derrumbe de los patrones culturales de la población con el fin de ocupar unas pocas zonas donde se localizan recursos naturales estratégicos, por ejemplo, el petróleo en los casos de Libia o Irak o bien, como en el caso de Siria, para desarticular completamente un país, convertirlo en un no-Estado, anulándolo como barrera a la conquista de una zona próxima (Irán), despejando obstáculos para el despliegue de fuerzas aliadas (Israel). Estamos hablando de “Guerra de Cuarta Generación”, es decir, de agresiones que no se limitan a la destrucción de Ejércitos enemigos sino que amplían su enfoque hacia el conjunto de la “sociedad enemiga”, buscando destruirla como tal, empleando un mínimo de fuerzas militares formales, sobre todo poniendo el énfasis en armamentos de alta tecnología supuestamente invulnerables a la respuesta de los agredidos (drones, misiles, aviación de última generación, etc.), desplegando un aplastamiento mediático que aísle y desprestigie a la víctima, utilizando mercenarios en abundancia y pequeños equipos de tropas regulares actuando como escuadrones de la muerte agrupados en el Comando Conjunto de Operaciones Especiales o “JSOC” (Joint Special Operations Command) en línea de mandos directa con el Presidente y el Secretario de Defensa con autoridad para elaborar su lista de asesinatos, con su propia división de inteligencia, su flota de drones y aviones de reconocimiento, sus satélites e, incluso, sus grupos de ciber-guerreros capaces de atacar redes de Internet. La ilusión de los estrategas del Imperio y sus aliados occidentales es que el ablandamiento, la desintegración social e institucional de vastos espacios periféricos les permitirá ejercer sobre ellos una suerte de metacontrol flexible dejando la vía libre al saqueo de sus recursos naturales (tierras fértiles, petróleo, gas, litio, agua, oro, cobre, etc., etc.).
Crisis y militarización
Como sabemos, los Estados Unidos y Europa se encuentran acorralados por una grave crisis de larga duración, sus mercados internos decaen aplastados por las deudas, sus grandes empresas ven descender sus ganancias, su sistema financiero que engordó en el pasado parasitando sobre las estructuras productivas se encuentra bloqueado desde hace un lustro, algunos recursos naturales decisivos como el petróleo han llegado al techo de su extracción e incluso, otros como las rocas fosfáticas, imprescindibles para la agricultura, ya se encuentran en la etapa declinante a causa de la explotación salvaje del último medio siglo. La conducción estratégica de esas élites imperiales, es decir, el Poder del sistema de poder occidental, su núcleo militar-financiero, ha llegado a la conclusión de que una explotación aún más devastadora de los recursos naturales periféricos les permitiría recomponer las tasas de ganancias de sus empresas abaratando costos tendencialmente en alza, por ejemplo, los costos energéticos. La revolución tecnológica posibilita realizar el saqueo agro-minero con muy bajo empleo de mano de obra de tal modo que el ciclo “producción periférica-exportación” puede prescindir del grueso de las poblaciones locales: sus Sindicatos, estructuras estatales, culturas, etc. son visualizadas por estas mafias imperiales como obstáculos a eliminar. Los buenos negocios de dichas élites, su “seguridad jurídica” (?) necesita de la existencia de grandes vacíos legales, de desiertos o burdeles institucionales en los territorios sometidos. Sin embargo, esos objetivos enfrentan serias resistencias de potencias y asociaciones de países emergentes: China, Rusia, el Mercosur, el BRICS, Irán, etc., no sólo traban dicha ofensiva sino que además empiezan a desplazar al Imperio de espacios en otros tiempos sometidos a sus dictados. Es contra esa periferia no esclavizada que los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN desarrollan cuatro grandes ofensivas; en Asia Central y Medio Oriente, en el Océano Pacífico apuntando a China, en África y en América Latina. No se trata de despliegues aislados sino intercomunicados, por ejemplo, la ofensiva africana con la de Medio Oriente, la de América Latina con la del Pacífico asiático, etc.
América Latina
América Latina aparece ante los ojos imperiales como una importante reserva de recursos estratégicos. Desde ya, son los recursos petroleros lo que coloca a Venezuela en la mira de Washington a lo que se agrega su rol geopolítico antiimperialista, pero también el litio, de primera importancia en la reconversión energética global: Bolivia posee el 50 % de las reservas de litio del mundo y si agregamos a Chile y Argentina, llegamos al 85 %. Y por supuesto, los biocombustibles, pensando en las grandes extensiones agrícolas de Argentina, Brasil, Colombia, etc., las reservas de agua (el Acuífero Guaraní) y los recursos mineros del conjunto de la zona andina. Entre esas riquezas y el Imperio, se presentan Estados, poblaciones, culturas, alianzas regionales, gobiernos populares… Es decir, América Latina como identidad, como sujeto que es necesario desestructurar. Es este nuestro capítulo en el diseño occidental de guerra planetaria en curso.
Para las potencias occidentales no se trata de que retornemos al Neoliberalismo de los años 1980-1990, esa es historia antigua en la que todavía creen buena parte de las viejas camarillas políticas de la región. El objetivo principal del Imperio no es el saqueo de nuestros mercados internos, de nuestras finanzas, nuestras industrias… aunque esos bocados no serían despreciados en una reconquista colonial. Le interesan nuestros recursos naturales y para ello es necesario someternos a un esquema agro-minero exportador extremadamente elitista con la abrumadora mayoría de la población expulsada del sistema. Ese modelo no necesita “gobernabilidad” (aunque sea de derecha) sino desarticulación social, caos durable, ausencia de Proyectos Nacionales. El carácter degradado de las elites conservadoras latinoamericanas más parecidas a lumpenburguesías, a grupos de bandidos, a fuerzas abiertamente entrópicas que a castas oligárquicas medianamente estables, encaja perfectamente con las estrategias imperiales. En ese sentido, al menos en los países con gobiernos populares es posible describir en el espacio de poder hostil a esas experiencias dos niveles de decisión, el de las derechas locales sumergidas en sus pequeños juegos, en sus ilusiones de rapiñas, sus nostalgias de la era Neoliberal y el del Imperio que manipula a esas derechas pero colocándose por encima de sus delirios. Tratando de desestabilizar a los gobiernos pero intentando evitar reacciones populares que radicalicen esos procesos como ocurrió con la tentativa de Golpe de Estado en Venezuela hace cerca de una década o con Cuba a comienzos de 1960. Nos encontramos entonces, frente a una ofensiva imperial compleja que combina desestabilizaciones, arremetidas de las derechas locales, presiones externas (a veces brutales como en el reciente bloqueo del vuelo del Presidente boliviano por territorio europeo), “integraciones” coloniales como la creación de la “Alianza del Pacífico”, buscando quebrar la integración regional autónoma (Unasur, Mercosur, Alba, Celac), etc. Sin embargo, las maniobras pretendidamente racionales del Imperio quedan sometidas, son muchas veces malogradas por las urgencias, los tiempos desordenadores de la elite imperial acosada por una crisis cada vez más intensa, por una decadencia que degrada sus sistemas estratégicos. En última instancia, los estrategas piensan, proponen, implementan pero la crisis decide colocándose por encima del Poder. Y una expresión clara de la misma es la crisis de dominación cuya cara positiva es la emergencia de espacios de libertad en la periferia: la hora del Imperio se acorta entre otras cosas porque viene avanzando la hora de los Pueblos.
Escrito para Aluvión Popular